El Diablo en la Cruz

Colgado en la cruz, Jesús miraba hacia el cielo estrellado, repasando mentalmente los acontecimientos de su vida. Debajo de él, se encontraba de rodillas su más fiel seguidor, el discípulo que siempre había amado, quién a pesar de haberle indicado que se fuera como hizo con los demás, permaneció junto a él, llorando por lo que le habían hecho a su mesías.

Jesús dudó un momento en volver a mediar palabra, pero finalmente, acompañado de un suspiro, le susurró.

— Escúchame. He entendido el porqué estás aquí. Puesto que nunca podría haberme decidido a contar esto si los demás también estuvieran aquí con nosotros. Tú has sido el más fiel de todos, no solo al acompañarme en mi periplo para adquirir conocimiento, así como yo lo he sido con Dios, tú lo has sido conmigo. Por eso es que eres el más adecuado para saberlo todo.

El apóstol, confundido, se levantó y miró a su maestro con curiosidad.

— Maestro, ¿Cuál es la última enseñanza que te queda por dejarme antes de tu partida? — preguntó, ansioso por conocer lo que quería decirle.

Tras una breve pausa, Jesús comenzó a hablar de nuevo.

— Ya has aprendido más de lo que puedo enseñarte. Solo me queda revelarte la razón de mi viaje. Viaje al que me has acompañado hasta el cumplimiento de mi castigo, que nació siendo un necio que creyó que era mejor que Dios. Cuando intenté rebelarme contra él y su reino para hacerlo mío, mi castigo fue el exilio del cielo. Y mi condena fue vivir en el infierno que llamamos tierra, junto al resto de pecadores, eternamente.

Una mezcla de sentimientos inundó el corazón de aquel que estaba frente a Jesús, confundido y atónito, incapaz de imaginar que pudiera escuchar tales palabras de su boca. Sin querer llegar a que ninguna idea concluyese en su cabeza, tambaleó y desvió la mirada, incapaz de sostener la del mesías. Finalmente, en un tono de voz lleno de duda, preguntó.

— ¿A qué se refiere exactamente, maestro?

Tras unos segundos de silencio que parecieron horas, el hombre que estaba clavado a la cruz respondió.

Yo soy Lucifer.

El mundo se le cayó encima para el apóstol, no creyó lo que su mesías le decía, toda una vida enseñándole el mejor camino y a batallar en contra de aquello a lo que ahora se refiere como él mismo, no pudo comprender esta vida de engaño que siempre mantuvo oculta a todos sus seguidores.

— Lucifer… — Susurró este—, ¿Cómo es posible, maestro? ¿Acaso no eres tú Jesús, el hijo de Dios, quien nos enseñó a mantenernos alejados de las distracciones y las maldades del diablo? ¿Acaso no eres tú Jesús, quien nos guio por el camino correcto para acercarnos más a tu padre celestial?
— Antes y después de ser el rey de las tinieblas, Dios siempre fue mi padre. Aún fuera de su reino, y aún más después de cometer el mayor error de mi vida, él me siguió dando la oportunidad de enmendar mis errores, pero terco de mí, ciego de odio, decidí seguir en contra de él e intenté hacer de este mundo mi nuevo reino, para así convertir a todos en mis vasallos, tuve cientos de vidas y cientos de reinos que ni el mayor rey haya conseguido imaginar. Enormes reinos como Tiro o Babilonia, pero todos estuvieron destinados a caer, y con ello mi objetivo. Por envidia, engañé y manipulé a todo aquel que siguiera a Dios, como hice con aquellas dos personas que gobernaban el Edén, con el único propósito de que este no tuviera influencia alguna en lo que yo pensaba que era mi reino, pero lo único que conseguí fue condenarlos a todos aún más.
— ¿Y qué fue lo que te hizo cambiar?
— Luego de intentar moldear a la humanidad a mi gusto y enfrentarme a mis hermanos, comprendí que este no era el camino que debía seguir. El ciclo de vida y muerte que seguía, de ascenso y caída, que siempre llevaba a la misma conclusión debía parar. Entendí tarde que, a pesar de haber hecho todo el mal posible, nunca dejaron de haber personas que tuvieran fe en Él y que se mantuvieron fieles, así como una vez yo también lo fui, y como tú lo has sido siempre. Por eso, me lamenté enormemente sabiendo el daño que hice, pero comprendí que mi error debía enmendarse de alguna forma, y esa forma era devolver a Dios todo lo que le quité. Dios, sabiendo esto, me dio una nueva vida y me bautizó como Jesús.

El hombre en la cruz meditó un poco, observando a su pupilo, debía haberse imaginado cuál sería su reacción, alguien que ha sido engañado toda la vida tendría un total rechazo hacia la persona que lo engañó, y él ya tenía asumido el perdón que debía darle.

—Entonces, ¿Cómo llegaste a donde estás ahora?

El apóstol, su apóstol, el que más quería, le formuló esta pregunta con una naturalidad compasiva, sin ningún tono acusatorio. Su curiosidad era digna, como siempre lo había sido. No había una sola mirada en la que le juzgara o un movimiento amenazador que demostrara desconfianza. Solo mantuvo su compostura, observando cómo siempre había hecho.

— No fue fácil, pues cuando estuve en el desierto durante cuarenta días y cuarenta noches, no hubo nada más que la lucha contra mi mismo, fui tentado a volver a abusar de mi poder para así saciar mis deseos carnales, y volver a obtener los países más ricos y poderosos del mundo, pero me mantuve firme, logrando separarme de esa idea del mal que una vez tomó vida propia en mí. Vencí el camino que yo mismo había creado dejándolo atrás en aquel desierto, ahí supe que ya no pertenecía a ese mundo de pecado. Ya no siendo Jesús, y nunca siendo hijo de Dios. A partir de ese momento, decidí seguir el camino hacia mi redención, trabajando para cambiar el mundo para bien.

Jesús parecía cansado, triste y arrepentido, pero a su vez, sentía que la gran carga en sus hombros que llevaba tantos años encima de él había desaparecido. Junto a él permanecía su confidente, una vez más, manteniendo su temple frente él.

— ¿Qué haremos ahora? —preguntó el seguidor.
— Lamentablemente, la influencia que dejé en mi vida pasada sigue vigente en los corazones de muchos. Por eso, debéis de seguir expandiendo las enseñanzas que os he dado durante estos años para que otros no tengan que repetir el ciclo infinito que yo mismo viví. Y así, algún día, volver al reino que nos pertenece.

El apóstol guardó silencio, observando la figura del mesías. Tenía una gran cantidad de preguntas y dudas sobre su vida, sobre las enseñanzas que había seguido hasta ese momento. Hasta que se dio cuenta de que ya se encontraba solo, y cuando empezaron a entrar los primeros rayos del amanecer, se marchó sin dejar rastro de su partida. Ni siquiera regresó para encontrarse con sus hermanos y su maestro tres días después de su resurrección. Nada más se supo de él, del apóstol que más amó Jesús, su más fiel seguidor, quien compartió con él en sus últimos minutos de vida el gran secreto que rodeaba la figura del mismo: él apóstol que había visto a el diablo en la cruz.

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