La Cazadora

(Provisional)

Antes de comenzar, quiero hacer una declaración: me niego a ser objeto de juicio de aquellos quienes, desean conocer estos hechos, motivados por el morbo. Lo que ocurrió, ya ocurrió. Y no hay manera de cambiar la historia. Si buscas alguna señal de arrepentimiento en mis palabras, siento decepcionarte, pero no las encontrarás.

Me convertí en una mujer llena de deudas, luego de un matrimonio, que prometía ser mi boleto dorado para el resto de mi vida, culminó en una tragedia grotesca. Mi ya difunto esposo, si así lo puedo llamar sin que esas palabras me generen arcadas al pronunciarlas, fue un prominente empresario con una abultada fortuna, que ascendía cada vez más durante sus exitosos viajes de negocios, pero en uno de estos, fue hallado sin vida por sobredosis, luego de haber abusado de distintos vicios mientras estaba siendo acompañado de varias prostitutas. Su muerte no me importó lo más mínimo, sin embargo, lo que realmente me molestó fue descubrir, tras su muerte, que un acuerdo prenupcial me dejaba sin acceso a su fortuna, jodiendo por completo mis planes a futuro.

Tenía apenas veintidós años en aquel entonces, y nunca habiendo trabajado, pues solo mi belleza y astucia me habían permitido obtener lo que quisiera durante toda mi vida. Tras la muerte de mi esposo, e inundada en deudas que llegaban a superar los cinco ceros, me vi forzada a reconsiderar mi vida. Trabajar no resolvería mi situación rápidamente. ¿Cuántos tiempo supondría desprenderme de dicha deuda mientras malvivo durante mis mejores años? No quería considerarlo si quiera, aproveché la situación en la que me encontraba para acercarme aún más a los contactos del fallecido. Aunque muchos de ellos estaban casados, algunos incluso con hijos, varios expresaron interés en tener un affaire conmigo. Sin embargo, no buscaba regalos superficiales, ni cenas de lujo. Necesitaba una solución real y duradera.

No estaba dispuesta a recurrir a seducciones triviales para llevarlos a la cama. Eso habría sido el camino sencillo. Y la idea de quedarme embarazada como estrategia no era una opción. La perspectiva de criar a un ser completamente dependiente con el mero propósito de acceder a una fortuna era inimaginable. Además, ¿Cuánto tiempo podría usar ese ardid para manipular a esos hombres? ¿Una, quizás dos o tres ocasiones? Dado el extravagante estilo de vida que llevaban, colmado de gastos, lujos y excesos, era evidente que eventualmente se encontrarían en situaciones similares a la de mi difunto esposo. Era un plan insostenible y, por lo tanto, lo descarté por completo.

Desvié la mirada de los magnates, para volverme al mundo del juego y las apuestas. Aunque había frecuentado casinos anteriormente, solo era para divertirme viendo como mi marido perdía su dinero, mientras yo disfrutaba gastándomelo en lujos. Pero ahora me sumergí con un propósito diferente. Al comienzo, tuve una buena fortuna, la del principiante dirían algunos, pero mi inexperiencia pronto comenzó a costarme caro, llevándome a un descontrolado camino de prestamos y gastos que harían engordar aún más mis deudas. En mi momento de mayor desesperación, un hombre llamado Ramón Olivas, conocido por moverse en asuntos turbios, me ofreció una cantidad de dinero que no solo liquidaría mis deudas, sino que me permitiría empezar de nuevo. Sabía perfectamente que me estaba encontrando con algo que tarde o temprano me costaría más de lo recibido, pero no pude evitar rechazar semejante oferta que nunca más se me volvería a presentar.

A pesar de mi desesperación por resolver mi situación, no era lo suficientemente estúpida para no reconocer en donde me había metido. Así que tras meditarlo correctamente durante unos días, en lugar de usar el dinero para saldar mis deudas, consideré que sería más sensato emplearlo para escapar a un país distante donde incluso pudiera cambiar mi identidad. Con los recursos que poseía, no solo podría costearme tal huida, sino que incluso tendría un excedente para vivir con tranquilidad. Así que adquirí un boleto hacia unas islas en el Mediterráneo y contacté a una persona que podría proporcionarme la documentación necesaria para establecerme allí.

La noche siguiente, me disponía a preparar mi maleta, con lo necesario para el viaje como si me dirigiera a unas vacaciones, debatiéndome con la obligación de si desprenderme de ciertos objetos con los que me había encariñado. Sin embargo, con mucha lástima, me concentré en empacar solo lo esencial, sabiendo que podría comprar lo que necesitara una vez llegara a mi destino y cumpliera con mi propósito.

Mi vuelo estaba programado para las cuatro de la mañana, así que dos horas antes me dispuse a ponerme con los preparativos. En medio de estos, unos golpes inesperados en la puerta del apartamento me sobresaltaron. La hora tardía y la situación en la que me encontraba me llenaron de dudas sobre lo que debería hacer en ese momento. Los golpes insistieron. Dudé, paralizada por la incertidumbre, antes de decidir acercarme con cautela a la puerta y echar un vistazo por la mirilla. Lo único que pude discernir fue una silueta sombría en medio del pasillo, casi indistinguible contra la oscuridad de la noche.

Una ola de miedo me embargó, pues estaba bastante claro que una visita a esas horas y en tales circunstancias no podía traer nada bueno. Aún con las luces del apartamento encendidas, delatando mi presencia, intenté comportarme como si no hubiera nadie en casa, esperando que el desconocido pensara que simplemente había olvidado apagarlas. Sin embargo, los golpes en la puerta se volvían más persistentes y, tras un tenso silencio, la figura finalmente rompió el silencio para dirigirse a mí:

— Señorita, le recomendaría que abriese la puerta.

Su voz fría me atravesó, dejándome paralizada por el miedo. Durante lo que parecieron eternos segundos, mi corazón pareció detenerse. Juraría que morí en ese momento. Cuando recuperé la compostura, tragué saliva y me esforcé por sonar decidida mientras hablaba.

— ¿Quién eres? No es momento para visitas.
— Por ahora, quién soy no es relevante. Pero le prometo que mis razones para estar aquí serán de su interés.

Cautelosamente me alejé de la puerta, retrocedí y caminé con cuidado hasta la cocina. Abriendo un cajón, tomé un cuchillo. No era grande, pero su filo me bastó para darme valor, sabiendo que cumpliría su función. Con el cuchillo oculto detrás de mí, volví a la entrada, respiré hondo y, tras un breve momento de vacilación, desbloqueé el seguro y abrí la puerta.

En el oscuro pasillo, la tenue luz del interior reveló la figura de un hombre alto y delgado. A pesar de no parecer físicamente imponente, su sonrisa desconcertante y su inesperada presencia irradiaban una intensa inquietud en él.

— Natalia Ortiz, ¿Me equivoco? – preguntó, ensanchando su sonrisa hasta que pareció casi siniestra.

Asentí levemente, asustada. Y sin esperar invitación, entró y cerró la puerta detrás de él.

— Le aconsejo que apague la luz y cierre las cortinas. Tal como si fuese a dormir. – dijo, con un tono que no admitía contradicción.

Mientras lo escuchaba, me debatía sobre si debía usar el cuchillo. Pero, dominada por el miedo, decidí seguir sus indicaciones. Completamente inmóvil, el hombre vigilaba con meticulosidad mis movimientos, cerciorándose de que cumplía su petición, acompañado de una sonrisa que no abandonaba su rostro. Cuando la habitación quedó completamente oscura, con apenas un rastro de luz filtrándose por las cortinas, me indicó que lo acompañara al salón. Se acomodó en el sofá, y aunque la oscuridad era casi total, sentí la presión de su mirada y esa sonrisa omnipresente clavadas en mí, provocando que un escalofrío recorriese mi ser.

— Le garantizo que no tiene por qué temer; si hubiera deseado hacerle daño, ya lo habría llevado a cabo. ¿No le parece?
— ¿Quién eres y que haces en mi casa?
— Le ruego que me perdone por la intrusión y la incomodidad causada. Permítame confiarle algo: soy el hombre que podría salvarle la vida, siempre y cuando decida escucharme, por supuesto.
— ¿Y por qué debería confiar en ti?
— Mi nombre es Giancarlo Giaconne. Mi tata solía llamarme Giagia, un apodo que, hasta el día de hoy, sigue siendo del agrado de muchos, tanto para la burla como para el cariño.
— Giagia… — repetí el nombre, incrédula ante la ironía de que aquel tipo tan peculiar tuviera un mote tan ridículo. En circunstancias normales, hubiera estallado en risas, pero la tensión del momento impedía cualquier atisbo de humor.
— Como habrá notado, por mi acento y por mi nombre, soy italiano. Las circunstancias de la vida me trajeron aquí y, por azares del destino, mi trabajo se relaciona con el señor Olivas. Supongo que su nombre le resulta familiar, ya que hace poco concertó un préstamo con él.
— Si estás aquí por el dinero, aún no lo tengo. Acordamos que se lo entregaría el próximo mes.
— Así es, eso fue lo pactado. Pero lo que no estaba en sus cálculos era su plan de abandonar el país, ¿me equivoco?
— ¿A qué te refieres?
— Querida señorita Ortiz, desearía que me considerara alguien en quien puede confiar. Llevo años trabajando para el señor Olivas y, créame, posee un poder e influencia insospechados. Es por eso que tiene la capacidad de seguir de cerca todos y cada uno de los movimientos de quienes le deben. En caso de que alguien no pueda saldar su deuda, él ya tiene previsto qué servicios deberá prestar dicha persona para resarcirse. No obstante, si detecta algún intento de engaño, o, “tomarle el pelo” como define él, sus métodos se tornan bastante más radicales. Si necesita pruebas de lo que le digo, le sugiero que se aproxime con cuidado a una de las ventanas que da a la calle principal. Eso sí, procure no ser demasiado obvia.

Con algo de desconfianza, me aproximé a la ventana y, con el corazón latiendo con fuerza, desplacé ligeramente la cortina para asomarme a la calle. A primera vista, parecía desierta, pero al afinar mi mirada, noté a un hombre junto a la parada del bus. Su apariencia era común, incluso mundana. En cualquier otra noche, su presencia hubiera pasado inadvertida, como el de tantos que esperan el servicio nocturno. Sin embargo, dadas las circunstancias, cada mínimo detalle de la noche me parecía una amenaza en potencia.

— Ese individuo que parece esperar el bus es, en realidad, uno de los informantes del señor Olivas —dijo Giagia con tono sombrío—. Está allí para vigilar cada uno de tus movimientos en cuanto decidas salir a la calle. Y si agudizas un poco más tu mirada, justo al final de la calle, notarás un taxi en aparente espera. Puede que pienses que está esperando una carrera casual, lista para llevarte rápidamente al aeropuerto. Pero la realidad es muy diferente. Los hombres de Olivas tienen órdenes claras de llevarte a un rincón remoto de la ciudad, donde se te someterá a horrores inimaginables, y aún con todo eso, no acabarán con tu vida. Prefieren que sigas viva, para que, de alguna manera u otra, puedas compensar la deuda que tienes con él. Es una táctica que ya han empleado con otros que han intentado tomarle el pelo a Olivas.

Las escenas que se creaban en mi mente me estremecían mientras escuchaba a Giancarlo. Apartando la mirada de la ventana, me distancié de la sala y de la figura que ocupaba el espacio. De repente, la magnitud de mi problema se me reveló de forma abrumadora. Las lágrimas brotaron mientras intentaba concebir una salida, pero cada idea se desmoronaba nada más nacer. Finalmente, todo lo que podía ver era la siniestra sonrisa de Giancarlo, quien se había levantado del sillón.

— Entonces, ¿necesitas mi ayuda? — indagó, acercándose.
— ¿Y como quieres ayudarme? ¿No dijiste ser uno de los hombres de Olivas?
— Cierto es. Pero no soy uno de sus matones. Colaboro con Olivas porque nuestros negocios se complementan. Mi intervención evita que tanto los endeudados como Olivas salgan perjudicados. Puedo darte una oportunidad para resolver tus deudas sin estar sometida a un mafioso de por vida.

De su bolsillo, Giancarlo extrajo una tarjeta negra que casi se fundía con la penumbra de la sala, y me la entregó. Pese a la escasa luz, un logotipo se destacaba: un cuadrado entre líneas con un signo de exclamación.

— ¿Todavía tienes algo de dinero? — inquirió.
— Sí, un poco.
— Entonces, permíteme un consejo, mi querida Natalia Ortiz. Mañana, temprano, visita a Ramón Olivas y dale ese dinero como anticipo. Asegúrale que recibirá el resto la próxima semana. Apreciará el gesto y, aunque seguirá vigilándote, no te verá como la amenaza de esta noche.
— Pero ¿Cómo pagaré el resto? Además, ese dinero era en un principio para pagar otras deudas. Sin él, yo…
— Shhh. —Sus dedos se pusieron en mis labios. Y luego me abrazó, pero lejos de cualquier calidez, me envolvió con una frialdad tan helada que me dejó paralizada. Tras unos segundos de completo silencio, susurró a mi oído — Mañana, a esta misma hora, dirígete a la dirección de la tarjeta. Ahí hallarás respuestas.

Tras sus palabras, Giancarlo se marchó, dejándome sola con mis pensamientos como única compañía. Pasé la noche en el pasillo, enroscada en mí misma, reflexionando sobre cómo había llegado a ese punto y, sobre todo, preguntándome qué me depararía el día siguiente.

La Cazadora (Provisional) Parte II más adelante.

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