Más allá del reflejo

Como cada mañana, María se dirigía al edificio del Banco Central, una colosal estructura que se mostraba majestuosa en el horizonte. Se podía avistar desde el lugar más alejado de la urbanización. María admiraba este edificio, y no solo por su belleza arquitectónica, sino por las hermosas vistas que le ofrecía de la ciudad, además, tenía la fortuna de tener su despacho en el último piso, desde donde podía contemplar el bullicio de la metrópolis a sus pies mientras ascendía en el mismo, como si fuera una inagotable obra de arte en continuo movimiento.

Sin embargo, un día el ascensor dejó de funcionar. Esto obligó a María a subirse al ascensor interno del edificio. Odiaba ese ascensor, era todo lo contrario a lo que María deseaba. Para pertenecer a un edificio tan elegante, el ascensor no lo parecía. Apenas alguien tomaba ese ascensor, debido a su constante ruido metálico y su lento movimiento, que no resultaba muy cómodo. Era comprensible que muchos decidieran tomar las escaleras en lugar de subirse a un aparato cuyo tenue resplandor amarillento transmitía de todo menos seguridad.

A pesar de eso, María tomaba este ascensor, no le quedaba otra opción. Al principio, se había sumado a sus compañeros para subir las escaleras, convenciéndose a sí misma que así haría un poco de ejercicio. Sin embargo, María nunca había sido una persona muy atlética, y se había acostumbrado a subir al hermoso ascensor que le permitía ver las maravillosas vistas de su ciudad acompañada de su café y un dulce aperitivo matutino o su recompensa después de una larga jornada nocturna. Por eso, aún desesperada porque arreglasen su ascensor, se conformó de mala gana, haciendo pucheros como una niña, y se adentró en el foso lúgubre que tenía como alternativa.

No importaba a qué hora tomara ese ascensor, siempre se encontraba sola en él. Aunque cuando esperaba para tomarlo había más personas esperando junto a ella, siempre parecía ser ella la única que tomaba el ascensor, independientemente de en qué piso lo tomara. Cuando pulsaba el duro botón para llamar al ascensor, inmediatamente se abría la puerta para ella, como si este la esperase. Para María, esto no le resultaba extraño; de alguna manera, pensaba que, si el ascensor tuviera vida propia, también pensaría: «Cuanto antes termine de estar aquí, antes no tendré que volver a verla».

Pero el movimiento del ascensor era lento y pesado, hasta agónico, por lo que María a veces sacaba su teléfono móvil para matar el tiempo. Sin embargo, ni siquiera le llegaba la señal a su aparato, por lo que se conformaba viendo las fotos de su galería o simplemente repasando los documentos que tenía que trabajar ese día. Eso no pasaba con el hermoso e imponente ascensor que tanto quería, donde el viaje era tan rápido, pero a la vez tan cómodo y silencioso, que nunca recordaba que algo la distrajera de observar las preciosas vistas que tanto la enamoraban cada día. Ni siquiera el sonido de teléfonos móviles, las conversaciones de sus compañeros o la voz emergente que anunciaba el número del piso en el que se encontraban.

Sin embargo, el ruido metálico del ascensor la desconcentraba tanto que le resultaba difícil olvidarlo. Sentía que ese ruido, casi monótono y agudo, era como una pequeña risa del propio ascensor, como si se burlara de que no pudiera volver al otro ascensor. Allí estaba ella, mirándose en el sucio espejo amarillento que reflejaba la idea de lo que parecía ser una imagen de sí misma, pero con la luz tenue casi inexistente y con la notoria falta de limpieza del ascensor. Era evidente que ni siquiera el equipo de limpieza entraba para el mantenimiento de este, por lo menos habían pasado meses desde la última limpieza, e incluso años estaría dispuesta a apostar María.

Cuando se acercó al espejo y trató de verse reflejada, notó que, al mirar con atención, el espejo parecía reflejar unas luces dentro de él. Eso la sorprendió mucho y, con la ayuda de unos pocos paños que tenía en su bolso, María limpió el vidrio para poder observar mejor. Una vez que hubo terminado, pudo ver cómo su deforme reflejo estaba más claro. La vista era desagradable, se sentía insultada, como si el espejo le estuviera diciendo: «Así eres tú realmente«. Parecía que había salido de un libro de monstruos, pero, aún con rechazo, María se acercó nuevamente al espejo. Quería vislumbrar aquellas luces que había visto dentro del espejo y, para su sorpresa, esas luces parecían ser una ciudad en una noche estrellada.

Para María, que le fascinaban las estructuras y edificaciones, se maravilló ante esta gala y espléndida visión que le ofrecía el espejo. Su gran amor por las maravillosas vistas que las ciudades le regalaban le permitió reconocer que esa ciudad, junto con su gran y prestigiosa torre, no se trataba nada más y nada menos que de la hermosa ciudad de París.

Supo reconocer que esas maravillosas vistas nocturnas eran la ciudad parisina, eso fue para ella un regalo hermoso para la vista. Casi por un momento, olvidó que estaba metida en aquella caja oxidada, cada vez más torpe en su ascenso. María observó de nuevo, curiosa de si esta visión había sido imaginación de ella, pero parecía imposible, ya que se sentía como si estuviera en aquel lugar que veía, aunque la distancia fuera totalmente alejada de donde se encontraba. Ya no reconocía la ciudad del amor, sin embargo, su arquitectura y sus imponentes e históricos edificios la trasladaron a lo que pudo reconocer como Nápoles. Luego, descubrió Tokio, continuó con Copenhague y también observó Buenos Aires. Ahí estaban cada una de las hermosas ciudades que ella siempre había querido ver. Se sintió en paz e incluso tomó esto como una disculpa por parte de su nuevo amigo, el ascensor, que la estaba trasportando a diferentes países mientras ascendía.

Cuando llegó a la última planta, María se sentía ansiosa por querer ver más. Había descubierto un secreto que nadie más conocía, un motivo para valorar aquel viejo ascensor que en un principio tan solo le generaba desconfianza. De ese modo, como una niña esperando por la noche de navidad, María pasó el resto de su jornada imaginando las cosas que podría ver a través del espejo de ese ascensor.

Una vez finalizó lo que le quedaba de trabajo, se dirigió al ascensor, que, una vez más, apareció para ella nada más presionar el botón. Como en un pequeño tipo de ritual, María se miró de nuevo en el espejo, apenas podía ver su reflejo. Ahora parecía que el espejo fuese una ventana. Ansiosa por ver lo que el ascensor le mostraría, vio dentro de él, la gran ciudad de Nueva York, que se mostraba mágica y esplendorosa. Para María, esto supuso una forma de viajar, ya que el tiempo que invertía en su trabajo le impedía tomar este tipo de viajes tan lejanos como para poder observar las ciudades que tanto le encantaba admirar. Observando más detalladamente, pudo distinguir cómo era la vida en Nueva York, con personas moviéndose de aquí para allá y un tráfico constante. También vio los locales llenos de un ambiente tan cargado que por un momento sintió que se encontraba allí entre los paisanos. Y justo en frente de ella, se alzaba el imponente Empire State, cuya altura alcanzaba su vista. Fue una sensación tan única, tan fugaz, como el sentimiento que tuvo al ver a un hombre lanzarse desde el edificio y descender a una velocidad tan rápida que, ni siquiera le dio tiempo a procesar cómo sus sesos se esparcían por todas partes

El espanto se apoderó de María cuando vio el caos que se desataba en la hermosa ciudad de Barcelona, la majestuosa Sagrada Familia, totalmente destrozado en sus cimientos, abriéndose paso en los coches y personas que se encontraban cerca del fatídico accidente. Al mirar hacia lo que parecía ser lo que una vez fue Florencia, María vio a las pocas personas vivas luchando por recursos desesperadamente. En cada ciudad que observaba, María se encontraba con una situación desoladora y sin esperanza. Totalmente aterrorizada, deseó escapar del ascensor, pero al mirar la pequeña pantalla que mostraba los números de los pisos, se dio cuenta de que aún le quedaba mucho camino por descender.

Con la esperanza de escapar, María observó el espejo e imaginó su hermosa ciudad, la que solía ver todas las mañanas mientras tomaba el ascensor. Sin embargo, para su horror, vio un enorme agujero en el centro de la ciudad. Como si esas hermosas vistas se hubieran transformado en un infierno, tuvo una visión de un mundo en llamas, con ciudades en ruinas y seres humanos luchando por sobrevivir en un mundo devastador. Aterrorizada e incapaz de soportarlo más, María se alejó del espejo e intentó escapar del ascensor, arrancando con sus uñas las pesadas puertas de hierro.

Una vez fuera, se encontró con un paisaje irreconocible de su ciudad, que había sido devastada por un apocalipsis desconocido. Todo lo que veía estaba cubierto de ruinas y no había ni un solo rastro de vida. No quedaba nada, todo estaba destruido.

Solo ella estaba allí, ella y ese ascensor, que volvía a abrir sus puertas, invitándola a entrar de nuevo.

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