Microrrelatos
«Menuda decepción«. Esas fueron las palabras que el jugador restante susurró en la partida de Póker. Recordaba cuando se sentó en la mesa, que había más personas las cuales llenaban lo que sería una gran sala ahora vacía. Ya ni siquiera el croupier seguía ahí, tan solo él y ese maldito suertudo que venía cada semana y conseguía los mejores premios. Pero esa vez no. Cada ronda que jugaban siempre perdía. Esto generó que, sin previo aviso, tras quedarse en cero, este propusiera al otro jugador: «Juguémonoslo todo a una, solo me quedaría apostar mi alma, ¿Igualas?«. Con la euforia del momento, aceptó, con ganas de humillarlo aún más, sin saber que estaba jugando con el mismísimo diablo. Hasta que giró su mano y lamentándose, solamente le quedó susurrar…
Cuando Jack encontró una de esas monedas que había escuchado en tantas conversaciones, no le pareció nada especial al principio, pero recordó el mito que rodeaba a la moneda, según el cual, si uno formulaba un deseo teniendo la moneda en sus manos y acertaba el resultado del lanzamiento, ese deseo se cumpliría, incluso si era algo banal. Pero si no adivinaba el resultado, algo terrible sucedería. A pesar de su temor, Jack, que era un amante del juego y del peligro, no pudo resistir la tentación de probar su suerte con la moneda maldita. Con manos temblorosas, lanzó la moneda lo más alto posible y, justo antes de atraparla, pronunció una palabra: «cara«. Al abrir sus manos, encontró una botella de alcohol entre ellas. El viejo se sintió contento por haber acertado el resultado, pero no pudo evitar preguntarse qué terribles consecuencias habría enfrentado si hubiera fallado.
Era una noche oscura y tormentosa. El viento aullaba con furia contra las ventanas de la mansión del solitario señor Blackwood. Él estaba sentado rodeado de libros, cuando de repente escuchó un golpe en la puerta. Sin dudarlo, se levantó y caminó hacia la entrada. Al abrirla, se encontró con una figura encapuchada, que tenía una carta en su mano. La tomó, pero en cuanto comenzó a leerla, se dio cuenta de que la letra era extrañamente familiar. Era de su difunta esposa, muerta hace años. El hombre se quedó paralizado, sin saber qué hacer. De repente, la figura se quitó la capucha y reveló un rostro desfigurado y lleno de odio. Era su esposa, resucitada de entre los muertos para vengarse de él por su traición. El señor Blackwood se sintió asediado por una sensación de desesperación y remordimiento, sabiendo que nunca volvería a encontrar paz en su vida.
El frío metal de una espada nunca se siente tan cálido como cuando se clava en tu cuerpo. Yo, guerrero vikingo, caigo desplomado en la nieve blanca, manchada por la sangre que brota de mi cuello herido. Mi rival ha sido un maestro en el manejo de la espada, pues a pesar de haberle cortado una mano, logró insertar con habilidad una daga en mi cuello.
Siempre había sido un gran guerrero, desde mi infancia me fascinaban las historias de las batallas y las hazañas de los vikingos que me contaban los ancianos de mi pueblo. Soñaba con ser parte de una gran horda vikinga que diera guerra a todos sus enemigos. Quería ser el orgullo de Odín, y una vez muerto, ser llevado al Valhalla por las valquirias, para ser parte de los guerreros más valientes de todos los tiempos.
Recuerdo haberme lanzado al combate en mi primer saqueo, apenas siendo un adolescente. Fue una gran batalla, pero logramos vencer a los defensores de la ciudad y saquear sus riquezas. Fue entonces cuando comencé a ganarme el respeto de mis camaradas. A medida que crecía, mis hazañas se volvían más impresionantes, saqueando ciudades más grandes, venciendo a enemigos más poderosos y obteniendo más tesoros. Una vez, arranqué la corona de un monarca y su cabeza volando sirvió para que mis enemigos temblasen al verme. Me acosté con tantas mujeres que mi descendencia tiene que estar plagada en toda Dinamarca.
Sin embargo, mientras miro cómo la lucha continúa a mi alrededor, mientras escucho apenas los golpes de las espadas y los gritos de los guerreros, solo veo una oscuridad cada vez más profunda. Me pregunto ¿Por qué no han venido las valquirias? ¿Odín no está orgulloso de mí? Yo que había arriesgado mi vida en tantas batallas, había saqueado ciudades, vencido a enemigos mucho más poderosos, y me había ganado el respeto de mis camaradas, ¿Con que fin? Estoy confundido, esto es diferente a lo que me contaron, tengo miedo, de haber sacrificado tantas cosas por una recompensa incierta. Finalmente, solo me encuentro con el frío de la oscuridad absoluta, la sensación de estar desconectándome de la vida y desvaneciéndome poco a poco, solamente el silencio me acompaña, me doy cuenta de que no hay nada más allá de esta vida, un mar lúgubre lentamente me va consumiendo, otorgándome el sueño eterno.
Sir Edward, un hombre de gran importancia y riqueza, había sido invitado a una fiesta de disfraces, un evento al que asistía anualmente, buscando siempre impresionar a los demás invitados con su atuendo. Pero este año, el deseo de algo diferente lo llevó a recorrer los callejones más oscuros de la ciudad en busca de una pieza especial.
Fue en una pequeña tienda de antigüedades donde encontró aquella máscara. La máscara hecha de una madera negra como el carbón, parecía que había sido lanzada al fuego más de una vez, su forma y detalles tallados e intrincados en diversas formas abstractas que parecían moverse dependiendo de donde la ubicaras, lo habían cautivado. Edward, intrigado por su hallazgo, decidió llevársela a la fiesta para sorprender a todos.
La noche de la fiesta, se presentó con la máscara adornando su rostro. Todos los invitados se sorprendieron al verlo, pero su asombro se convirtió en intriga al observar la extraña máscara. Sir Edward, sin embargo, se dio cuenta de que, a través de la máscara, podía ver los miedos de las personas que lo rodeaban. Cada vez que miraba a alguien a los ojos, podía ver sus temores más profundos reflejados en su mente, como si estuviera leyendo sus mentes. Embriagado de su poder comenzó a experimentar con él, mirando a los ojos de cada uno de los invitados, descubriendo sus miedos más oscuros y secretos, algunos de ellos eran tan aterradores que apenas podía soportar mirarlos.
Pero, a medida que exploraba los horrores de las personas, se encontró cara a cara con su propio reflejo en el salón principal, mirándose a los ojos con gran temor. Observó dentro de sí mismo como se desenterraban sus miedos más profundos reflejados en el espejo, descubriendo miedos que había dejado atrás hace mucho tiempo. Era una visión tan aterradora, que Sir Edward no pudo soportarla y comenzó a temblar, su cuerpo se debilitó y se desvaneció en el acto, permaneciendo ahí, frente al espejo, de pie. Los invitados de la fiesta se dieron cuenta de este hecho poco después de terminar con la misma, algunos intentaron reanimarlo, otros se quedaron absortos, observando el cadáver inmóvil de Sir Edward. Pero pronto descubrieron que no podían sacarle la máscara de su rostro, como si estuviera pegada a él. La máscara había sellado su destino, y su alma estaba atrapada en ella hasta consumirlo para siempre.
La pistola estaba en la mesa, junto a una nota que decía: ‘Úsala con cuidado‘.
Despertó con lentitud, su mente estaba aturdida y confusa, sin saber en qué lugar se encontraba. Una habitación lúgubre le rodeaba, con paredes agrietadas y manchas de humedad que parecían gritar por su abandono. En el techo amarillento, un enjambre de oscuridad se extendía sin fin, sólo interrumpido por la ominosa frase escrita en letras rojas: «Hay alguien más aquí«.
Intentó incorporarse, pero sus brazos y piernas estaban atados a la cama con una fuerza imposible de romper. Buscó en vano una salida o alguna pista sobre cómo había llegado allí, pero la oscuridad le envolvía, aprisionándolo en la soledad más profunda de una habitación estrecha y vacía. La sensación de que alguien le observaba era palpable, haciéndole sentir vulnerable y expuesto. Un susurro se acercó a su oído y sintió la respiración fría en su cuello. Giró la cabeza rápidamente, pero no había nadie. Luego, otro susurro, y otro. Trató de gritar, pero su voz no respondía. El miedo lo paralizaba, dejándolo a merced de la oscuridad.
Las risas burlonas que le rodeaban, le hacían sentir como si hubiera entrado en el infierno. Una mano fría recorrió su cuerpo, invadiéndolo de una sensación de escalofrío que no podía controlar. El pánico se asomó, haciéndole perder la cordura lentamente mientras se preguntaba si todo esto era real. De repente, una voz, más clara que las anteriores le susurró: «No estamos solos, pero tampoco lo necesitamos«.
La mesa estaba preparada, y la familia, impaciente por la cena, imploraba la llegada de ese momento. La madre, sosteniendo una bandeja con seis copas de metal invertidas, la colocó frente a ellos y la giró, como si de la propia ruleta se tratase.
— ¿Qué nos tocará hoy, mami? —inquirió el pequeño con la mirada cautivada en la bandeja giratoria.
Cuando esta se detuvo, todos levantaron la copa frente a ellos, todas vacías excepto una, que albergaba una diminuta pastilla azul.
— Parece que hoy le corresponde a Violeta. —mencionó la madre con dulzura.
— No es justo —replicó la niña, observando su muñón—. La semana pasada me tocó a mí.