Urseos

No sé cómo escribir sobre aquello que escapa de mi comprensión, pues temo que la locura se apodere de mí. A pesar de ello, me veo en la obligación de relatar lo sucedido, con la esperanza de que algún día, otro incauto sea advertido de lo que acecha tras estas paredes.

Hace varios días atrás, nuestras provisiones para zarpar estaban siendo mermadas a un ritmo acelerado. Al principio, supusimos que un animal o un ladrón eran los culpables de los robos nocturnos, pero la forma en que aparecían las cosas cada mañana nos hizo pensar que se trataba de una bestia o quizás un grupo de hombres.

Poco podíamos hacer unos pobres habitantes de un pueblo pesquero que lo único que sabían ejercer bien era su profesión. Decidimos establecer turnos de vigilancia nocturna para descubrir al causante de nuestros problemas. Tras varias noches, sin que nada raro apareciese y con los abastecimientos intactos, varios grupos dieron por concluido las rondas cada vez más temprano, sugiriendo que todo había terminado. Sin embargo, algunos de nosotros seguimos vigilando durante varios días más.

En una de mis guardias, mientras daba las últimas vueltas alrededor del pueblo, me di cuenta de que uno de nuestros compañeros había desaparecido. Solo nos encontrábamos dos de los tres que habíamos establecido el punto de encuentro para dar por concluido el turno de vigilancia de esa noche. Pensamos que, impaciente de terminar el turno, tal vez se había ido a dormir, así que fuimos a su casa para confirmar que fuese así. Pero el interior estaba vacío, no había ningún rastro de que hubiera estado allí durante la noche. Preocupados, despertamos a algunos de los nuestros para que nos ayudasen a buscarlo.

Pasamos horas buscando a aquel muchacho, y con suerte, o más bien desgracia, lo encontramos cerca de una de las dunas de la playa en la que solíamos pescar. Pero ante nosotros no se encontraba el joven que recordábamos, sino una masa irreconocible de carne desgarrada y troceada. Su agresor no era humano. Solo unos pocos nos atrevimos a mirar el cadáver, y solo unos pocos nos arrepentimos de haberlo hecho.

Algunos de nosotros decidimos hacer un improvisado funeral al pobre chico, pero otros querían acabar cuanto antes con el asunto, pues ya no solo temíamos por nuestras provisiones, sino por nuestras propias vidas. Con las pocas herramientas que teníamos, nos armamos de valor y salimos en busca de la bestia.

Descartamos de inmediato que la idea de que la criatura que nos atormentaba venía de los bosques cercanos, pues nos encontrábamos en un territorio rodeado de agua, rocas y arena. Sería extraño que algo así pudiera acecharnos sin ser visto. Algunos sugirieron que la amenaza podría venir del mar, como las Wasalbar, basándose en las leyendas que conocíamos, pero esas historias eran solo eso, historias. La verdad es que las Wasalbar, seres hambrientos de sangre, solo habitaban en las medianías del océano, esperando a aquellos que se dejan engatusar por su belleza, nunca se acercaban a la costa.

Lo que vimos no podía ser obra de una criatura como esa. Nos dirigimos hacia una erosión que parecía más una gran cueva cerca de un acantilado al final de la costa. Sabíamos que algo se encontraba allí, pero no teníamos el valor de seguir adelante. Sin embargo, no podíamos dejar que esa cosa nos siguiera atormentando. Luego de una corta discusión, solo dos nos envalentonamos a adentrarnos en la extraña cueva con varias antorchas. Si nuestro plan salía bien, lograríamos echar a la criatura de su refugio y así acabar con el problema entre todos.

No sé quién de los dos tenía más miedo, pero yo encabecé la marcha. Avanzamos con cautela entre los deformados peñones cercanos a la cueva, con el miedo de despertar a aquello que se encontrara allí. Dentro, apenas entraba alguna señal de la mañana en las erosiones de la cueva. Con paso ligero, nos adentramos lo suficiente como para encender las antorchas y lanzarlas a la profundidad de la cueva, con la esperanza de que la humedad no las extinguiera. Encendimos una por una para luego lanzarlas y cuando el humo empezó a alcanzarnos, corrimos como pudimos hacia la salida, convencidos de que los demás estarían preparados de atacar a la criatura cuando esta decidiera salir de su escondite.

Los gritos del exterior nos alertaron. Al asomarnos, pudimos ver una escena aterradora. Nuestros compañeros estaban siendo víctimas de unas criaturas colosales. Con un pelaje denso y negro como las sombras que nacían de los enormes pedruscos que tenían a sus espaldas. Con pinzas similares a las de un cangrejo, las bestias sometían a algunos y con sus largas garras desgarraban a otros. Otras se dedicaban a alimentarse con las partes cercenadas que salían volando en medio de la cacería, usando unos apéndices bucales parecido al de los insectos para así drenar los cuerpos y crear una masa de carne totalmente irreconocible. La escena nos superó a mi compañero y a mí.

Él, decidió adentrarse de nuevo en la cueva prefiriendo morir ahogado antes que ser víctima de esas bestias. Yo, totalmente petrificado me limité a observar cómo, luego de terminar su gran festín, las criaturas se acercaron a la costa adoptando nuevamente aquellas formas rocosas que minutos antes atravesamos para llegar aquí, esperando a que el hambre los llamara de nuevo.

He pasado varios días aquí, escribiendo en esta pared, temeroso de salir del refugio que me mantiene a salvo de las enormes rocas que me tienen preso. Luego de arrepentirme de no haber tomado la misma decisión que mi compañero, aproveché una de las pequeñas llamas que no habían terminado de extinguirse para observar unas pintadas en un idioma totalmente desconocido para mí, con dibujos y siluetas similares a las criaturas que vi fuera. Solo he podido comprender que se referían a ellas como Urseos. Con las herramientas que nos dejaron los que estuvieron aquí antes, intento advertirles a aquellos que, como nosotros, llegaron al interior de estas paredes. ¡Huyan de aquí antes de que despierten! Las rocas están esperando, pacientes de su salida, listas para una nueva cacería.

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